miércoles, 6 de octubre de 2010

San Francisco de Asís es un santo especial.


Me pareció muy interesante esta opinión, asi que quería compartirla con ustedes, espero que les guste también : )

Las huellas siempre frescas de San Francisco

San Francisco de Asís es un santo especial, y eso no lo determina nadie: es efecto de su vida y de su obra, de su mensaje y de su ejemplo.

Escrito por David Escobar Galindo
Sábado, 02 octubre 2010 00:00

El 4 de octubre es el Día de San Francisco de Asís. Y recordarlo me autoilumina, como ocurre cuando uno, mortal común, se acerca a alguna de esas figuras emblemáticas del espíritu, que aparecen cada cierto tiempo, y lo hacen por las más distintas rutas y traspasando los umbrales más variados. El Espíritu no se aposenta en ninguna fe particular: el Espíritu es peregrino por naturaleza, y va de camino en camino, de poblado en poblado, de metrópoli en metrópoli, de casa en casa, de alma en alma. Una de aquellas figuras, para mí de las entrañables, es San Francisco, el Santo de la paz, de la ecología, de los que llamamos animales… Debo confesar que cada día, al despertar, recurro a la petición de San Francisco: ¡Señor, hazme instrumento de tu paz! Y casi oigo cuando el Señor responde: Te otorgo el don, pero quien debe poner la voluntad eres tú…
San Francisco de Asís es un santo especial, y eso no lo determina nadie: es efecto de su vida y de su obra, de su mensaje y de su ejemplo. Uno no se imagina —yo, al menos, no puedo hacerlo— que este santo esté encerrado en una hornacina: uno siente que va por ahí, por cualquier calle, por cualquier camino, en alguna plaza, en algún sitio de concurrencia pública, con la naturalidad de los que nunca se cansan de estar a la par de sus semejantes, con la efusión servicial a flor de voz, a flor de mano, a flor de vida…
En su momento, el santo se refugió en una montaña, en compañía de fray Cesáreo de Spira, a definir la Nueva Regla de su comunidad de religiosos. La lectura de esas normas es un ejercicio de autoconciencia. Hay ahí una reafirmación a la vez reverente y audaz de lo que debe ser una práctica nutritiva del espíritu en el cotidiano vivir. Volver a lo simple, para reconocer y gobernar lo complejo. Esa podría ser una de las consignas terapéuticas de nuestro tiempo, para que el tiempo no vaya a arrasarnos como un tsunami extravagante.
Entre esas normas, escojo algunas, en la vía de mi propósito. Una de ellas: “Cuando nos ofendan no nos disgustemos por la ofensa que nos hicieron a nosotros sino por la ofensa que hace a Dios el que trata mal a los demás”. Ese que trata mal a los demás puede hacerlo de distintas maneras: con las palabras, con las actitudes, con las acciones, con las omisiones. La ofensa es el arma favorita de los que no son capaces de reconocerse como depositarios de una responsabilidad mayor: la de desarrollar el hálito divino en la interioridad del alma humana. No disgustarse por la ofensa es el umbral del perdón de la ofensa. Y cruzar ese umbral es uno de los pasos decisivos hacia los niveles superiores de la evolución, es decir, hacia los planos de la espiritualidad que se depura conscientemente a sí misma y se acerca así al misterio de la santidad.
Y otra: “Dichosos aquéllos que en vez de vivir preocupados por lo que dicen o piensan los demás de ellos, lo que les interesa es lo que piensa y dice el buen Dios”. Este es el eterno dilema entre la relatividad superficial y la fidelidad trascendental. La trampa más sensible para el ser humano y su desarrollo interior está justamente en no saber resolver ese dilema. “Lo que piensa y dice el buen Dios” no nos llega de afuera, sino que está escondido dentro de cada uno de nosotros. La tarea es rastrearlo, encontrarlo, asumirlo y realizarlo.
Y una más: “Dichoso aquél que cuando el otro está lejos habla tan sumamente bien de él como si estuviera ahí presente, y que no dice en ausencia del otro lo que no podría decir con caridad estando él ahí presente”. Subrayo un término: “decir con caridad”. Y lo hago porque cuando se habla de caridad siempre se hace en aplicación de una de sus acepciones: “Actitud solidaria con el sufrimiento ajeno”. Pero esa no es, ni mucho menos, la única. Considero que la norma franciscana se refiere a una acepción superior: “Virtud cristiana opuesta a la envidia y a la animadversión”. La envidia, esa estupidez esencial y corrosiva que lleva a alguien a no querer ser él sino otro. La animadversión, ese rechazo visceral contra el otro, que es en verdad un autorrechazo. La norma, además, tacha la maledicencia, ese cáncer de la lengua que se metastatiza en el alma.
San Francisco predicó siempre con el ejemplo, y la clave de su ejemplo era el amor. Un amor a la vez irradiador y autoprotector. Hay un ejemplo conmovedor al máximo: cuando su padecimiento ocular llegó al límite, el médico tuvo que aplicarle la cura salvaje de entonces —estamos en el siglo XIII—: quemarle los nervios cercanos a los ojos. El santo le dijo al hierro ardiente: —Hermano fuego, yo siempre lo he querido mucho y lo he respetado grandemente en honor del que lo creó. ¡Le pido que ahora sea compasivo conmigo, y que no me haga demasiado daño, para que yo sea capaz de resistir esta operación! El hierro candente penetró en la carne, y el santo ni siquiera se quejó. Y luego le dijo al doctor: —Si es necesario quemar una vez más, hágalo tranquilamente, que el Señor me ha concedido la fortaleza necesaria… Y nosotros decimos: fortaleza sublime.

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